Desde hacía varios años, el gerente de ventas de una compañía transportadora de paquetes había hecho instalar una campana en la oficina de los vendedores. Cada vez que alguno cerraba un negocio y conseguía una nueva cuenta, debía tocarla para recibir el reconocimiento de sus compañeros y celebrar sus éxitos entre todos. Esta era una ceremonia de motivación que el gerente había aprendido y la había puesto en práctica en su empresa porque le pareció que alegraba el acontecer del equipo de trabajo.
Un día de comienzos del año, Augusto Martínez, uno de los miembros más antiguos del Departamento de Ventas, recibió una llamada de un cliente al que había visitado dos meses atrás. Cuando colgó el teléfono, se acercó emocionado a la campana y la tocó, pero no contento con un solo sonido, la hizo redoblar. El gerente de ventas y otros vendedores que estaban en la oficina, cuando oyeron el redoblar de la campana, se acercaron a felicitar a quien la tocaba con tanto entusiasmo.
—¿Qué pasó? —le dijo el jefe a Augusto mientras le estrechaba la mano y lo abrazaba.
—Lo logré, por fin pude hacer un negocio con la empresa del señor Álvarez.
El gerente le pidió que le contara con detalles cómo lo había logrado, ya que estaba al tanto de las visitas que sin ningún éxito Augusto le había hecho a Álvarez durante cuatro años y de cómo este le prometía que al año siguiente sí trabajarían juntos pues sabía que eran líderes en el mercado y que sus operaciones eran ágiles.
—Pues hace dos meses lo visité en su oficina y luego de saludarlo le dije que la presentación de lo que iba a ofrecerle me tomaría cuarenta minutos, que si disponía de ese tiempo. Miró el reloj y me respondió: “Sí, son las once de la mañana, puedo atenderlo hasta las doce. Así que si se toma un poco más de los cuarenta minutos, no hay problema”. Recordé lo aprendido en el entrenamiento y le pregunté a continuación: “Señor Álvarez, vamos a hablar de tarifas y de algunos servicios que tengo para ustedes. ¿Considera que alguien más debe escuchar mi propuesta?”. Él lo pensó un instante y tomó el teléfono para pedirle a la secretaria que llamara a un tal Santiago y lo invitara a la reunión.
Santiago llegó a donde nos encontrábamos. Estaba vestido de overol azul y venía de trabajar en la bodega. Se sentó con nosotros y él fue el que opinó, el que propuso, el que preguntó. Después de la presentación, Santiago me invitó a conocer el área de empaque. Cuando estábamos allí le dije: “Observe estas cajas…están averiadas…pueden ocasionar daños en la mercancía. ¿Han tenido reclamos por eso? Yo podría enseñarle al personal de bodega y empaque cómo reforzar esas puntas…”. Saqué el flexómetro, tomé las medidas de las unidades de carga y le dije: “Con cinco centímetros adicionales, estas unidades de carga pueden contener más mercancía y la proporción es perfecta para optimizar la capacidad de los contenedores”. A Santiago le pareció interesante mi propuesta…y, después de unas palabras más, nos despedimos sin llegar a ningún acuerdo. Pero cómo le parece que hoy, luego de dos meses, recibí una llamada de la empresa. Nos van a dar una ruta, y una vez conozcan nuestro trabajo tendremos la distribución de sus productos por todo el país.
El gerente felicitó a Augusto y antes de regresar a su oficina le preguntó:
—¿Y finalmente quién era Santiago?
—No sé, jefe.
Al día siguiente, Augusto pasó por la oficina del señor Álvarez para ultimar los detalles del negocio y, como este no estaba, lo recibió la secretaria.
—Es necesario que primero haga firmar unos contratos por el representante legal de su empresa. El señor Álvarez se los dejó, mírelos— dijo la mujer.
—Cuénteme, Laura, ¿quién es Santiago?
La secretaria lo miró, extrañada, y Augusto añadió:
—Sí, Santiago, el señor con quien me reuní hace dos meses, más o menos.
—Ah, el ingeniero Santiago. Él es el vicepresidente de logística y distribución de la compañía.
—¿Vicepresidente de logística y distribución? ¿Y él depende del señor Álvarez?
—No, los dos son vicepresidentes.
—Y ¿quién toma aquí las decisiones de la transportadora?
—Yo me imagino que el ingeniero Santiago.
—Pero si yo llevo cuatro años visitándolos y, desde que empecé, le he preguntado a usted y me ha dicho que es el señor Álvarez…
—Ah, no, sí, sí, es el señor Álvarez. Vea que él es quien firma los contratos.
Augusto se da cuenta de que por cuatro años había estado hablando con la persona que no decidía. Baja, entonces, a la bodega a despedirse del ingeniero Santiago.
—Ingeniero, ya reclamé los contratos— le dice y añade—: ¿Usted sabía que yo llevo varios años presentándoles propuestas para trabajar con ustedes?
—No. Entre otras cosas, todos los años recibo propuestas de diez o más transportadoras. Pero estamos contentos con la que trabajamos. Eso sí, tenemos un requisito de calidad: por cada contrato que firmemos, tenemos que tener tres propuestas. Demás que la que usted pasó hace un año está entre ellas—. Busca en su escritorio, entre unas carpetas, y dice: —Sí, mírela, aquí está.
En un pequeño papel pegado a la primera hoja del documento, Augusto alcanzó a leer: “Santiago, esta es la propuesta de otra empresa de transportes. Álvarez”.
—¿Y cómo le pareció?
—No, nunca tengo tiempo para mirar todas las propuestas. No recuerdo si revisé la suya… pero ahora que abriremos una ruta, hemos decidido ensayar con su compañía… también debemos hablar más delante de la asesoría que me prometió para el personal de bodega.
En la tarde, al regresar a su empresa, Augusto volvió a tocar la campana.
—¡Cómo, otra vez…! ¿Otro negocio, Augusto? ¿Qué pasó ahora? —le preguntó entusiasmado el gerente que salió de su oficina acompañado de otros dos vendedores.
—Ayer pensé que después de cuatro años de constancia y de perseverar había obtenido la cuenta. Hoy debo rectificar: no fueron los cuatro años de constancia y perseverancia, fue haber preguntado quién influía en la decisión. Y me encontré no solo con quien influía, sino con quien la tomaba. Si lo hubiera hecho hace cuatro años, es probable que todo este tiempo hubiéramos tenido al cliente; desde ese momento estaríamos trabajando con ellos. — Y el gerente agregó:
— ¿Y cuántas comisiones has dejado de ganar en estos cuatro años? ¡Y cuántas ventas hemos dejado de hacer en este tiempo!
Tomado del libro Entrenamiento para Vendedores, Gabriel J Soto